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Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en la Antigua Grecia, vivió el dios Apolo.



A Apolo le gustaba la música, tomar el sol durante horas… Y también las travesuras. En una de esas trastadas persiguió a una enorme serpiente pitón por todo el bosque. Subió por las colinas más altas y caminó por los valles más grandes. ¡Hasta nadó un rato persiguiéndola! Tanto caminó que llegó al templo de Delfos, un lugar donde las travesuras estaban prohibidas por los demás dioses. Pero eso a Apolo no le importaba… Cuando llegó allí usó un arco y unas flechas para cazar a la serpiente, y mientras se reía no dejaba de gritar:



-¡Yo soy el mejor arquero del mundo, yo soy el mejor arquero del mundo!



Lo que Apolo no sabía es que el dios Cupido estaba escuchándolo. Y Cupido también era buen arquero. Tanto, que las burlas de Apolo le molestaron, así que, para que no se riese más de él, le disparó una flecha de oro y empezó a reírse.



-¿Quién es ahora el mejor arquero del mundo? -decía con burla, y le sacaba la lengua a Apolo-.



-¿Qué me hiciste? -dijo el dios cuando se sacó la flecha que tenía clavada en el hombro, pero que por suerte no le dolió ni un poquito- ¡No es divertido!



-Es verdad… -dijo Cupido, pensando qué más cosas divertidas podría hacer. Cuando por fin se le ocurrió, volvió a tensar la cuerda de su arco y miró a su alrededor buscando a alguien-.



La única persona que pasaba por allí era la ninfa Dafne, la más hermosa y buena de las ninfas. Le encantaba cuidar de la naturaleza, y por eso ayudaba a los árboles a crecer y corría al lado de los ríos para que siempre se moviesen y el agua estuviera fresquita. También aprovechaba de vez en cuando para jugar con las demás ninfas y pasear con los animales del bosque.



Pero bueno, volvamos a la historia.



Cupido le disparó a la ninfa mientras estaba recogiendo las hojas que se le caían a los árboles, pero en vez de ser una flecha de oro era una flecha de plomo.



-¡Ahora sí que es divertido! -Cupido se estaba muriendo de risa, casi tirado en el suelo, pero Apolo cada vez entendía menos qué estaba pasando-.



Por la flecha de oro, el dios se enamoró perdidamente de la ninfa. Pero la flecha de plomo hizo todo lo contrario. Apolo fue corriendo hacia Dafne, se arrodilló delante de ella y ¡le pidió matrimonio!



-Por favor, cásate conmigo. ¡Te lo suplico! ¡Te necesito!



-¡Déjame tranquila! No quiero casarme contigo -le respondió Dafne- ¡Ni siquiera te conozco!



-Pero yo te amo. ¡Cásate conmigo, por favor!



La ninfa le volvió a decir que no, pero Apolo se puso tan, pero tan pesado, que Dafne no tuvo más remedio que irse corriendo. Y Apolo empezó a perseguirla a todas partes. Si ella bajaba a la orilla del mar, él le pedía matrimonio de rodillas en la arena. Si ella subía a la montaña, él volaba en una nube para darle el anillo de bodas. Si ella bajaba al fondo del mar con sus hermanas las nereidas, Apolo aguantaba la respiración hasta encontrarla. La persecución duró días, y Dafne estaba tan harta que aprovechó un momento en el que Apolo se había quedado enredado en unos arbustos con espinas del bosque, y le habló a los dioses:



-Por favor, por favor. ¡No lo aguanto más! No me deja tranquila, no deja de perseguirme y no entiende que no me quiero casar con él. ¡Yo amo la naturaleza! Amo los árboles, las flores, la brisa y las rocas.



Antes de que pudiera acabar, Apolo apareció de entre los arbustos, lleno de hojas y ramas de tanto luchar para escaparse. El dios corrió hacia ella, dispuesto a abrazarla y pedirle -de nuevo- matrimonio, pero antes de que pudiese tocarla, el cuerpo de la ninfa empezó a volverse duro, áspero y frío. Cuando Apolo la miró, ¡Dafne se había convertido en un árbol!



Así, Dafne pudo unirse a la naturaleza que tanto amaba, y con ella nació un nuevo tipo de árbol: el laurel. Todavía sigue cuidando que los ríos estén fresquitos y las hojas de los árboles sigan siendo verdes. Y Apolo, aunque hubiese querido casarse con ella, por fin entendió que Dafne era feliz con la naturaleza. En su honor, cogió algunas hojas de laurel y se hizo una corona, para estar siempre con ella. Y la amaba tanto que nunca jamás se quitó esa corona.