Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en la Antigua Grecia, vivió el dios Apolo.
Hace mucho tiempo existió un reino llamado Argos. Y en ese reino existió un rey, Acrisio. Un día, mientras caminaba por su palacio, se le acercó una misteriosa anciana envuelta en telas negras. La mujer enseguida se acercó a él, y en voz muy muy baja le dijo:
-Si quieres seguir siendo rey no puedes ser abuelo, o tu nieto te quitará el trono
El rey Acrisio no podía creer lo que escuchaba. Pero prefirió hacerle caso a esa extraña mujer, y enseguida fue a ver a su hija, la princesa Dánae. Dánae era una princesa como todas las princesas. Pasaba largas horas cepillando su pelo rubio frente al espejo, paseando por los jardines o comiendo dulces con sus sirvientas. Era tan hermosa y buena… Que el dios Zeus se enamoró de ella sin siquiera haberle hablado una vez. Él la miraba desde el Olimpo, la casa de los dioses en el cielo, y deseaba casarse con ella más que nada. Cuando por fin se había decidido a pedirle matrimonio, vio cómo el rey Acrisio entraba en la habitación de Dánae.
-Hija mía, corres un gran peligro -le mintió-, y tengo que esconderte para que no te pase nada. Ven, sígueme a tu nueva habitación.
La princesa Dánae siguió a su padre hasta una torre, más alta que ninguna otra torre jamás construida. Los dos subieron las escaleras, pero cuando llegaron a la habitación, el rey la encerró allí, y guardó la llave para que nadie pudiese acercarse a ella. Así, Dánae nunca conocería a un hombre con el que casarse, y nunca tendría hijos. Y así, Acrisio siempre sería rey.
Dánae pasó allí muchos días encerrada, sola. Alguna vez subía una sirvienta con comida, y ayudaba a la princesa a peinarse y bañarse. Pero luego volvía a irse. No recibía la visita de nadie, solo de su sirvienta, pero Zeus cada vez que la miraba deseaba ir a verla. Y un día lo hizo.
Aprovechó que la sirvienta acababa de irse para bajar a la tierra. Desde abajo observó durante un rato la torre, porque no sabía cómo entrar.
-No tengo llave para la puerta, ni tiene ventanas. ¡Ni siquiera una chimenea!
Voló alrededor de la torre, buscando algún pequeño hueco por el que meterse, hasta que por fin lo encontró. En el techo, justo entre dos tejas había un pequeño agujerito por el que únicamente podía pasar el agua. Dánae tuvo suerte de que esos días no hubiese llovido, o el agua habría caído justo sobre su cama.
Zeus aprovechó ese huequecito para convertirse en agua. De esa forma se coló por el hueco y consiguió caer sobre la princesa en forma de lluvia, pero de un color dorado como las monedas de oro, para que la princesa no tuviese dudas de que era un dios el que la visitaba. Ella se asustó al ver la lluvia caer, pero Zeus tomó forma humana ante ella.
-Princesa Dánae… Soy Zeus, rey de los dioses. Llevo mucho tiempo viéndote desde el cielo, y no he podido evitar enamorarme de ti. ¿Querrías casarte conmigo?
Dánae, feliz de que su salvador fuese, no solo un rey, sino también un dios, no dudó en decirle que sí. De este matrimonio surgió un hermoso niño, al que ambos padres llamaron Perseo.
Y Perseo vivió muchas aventuras. Luchó contra monstruos que daban mucho, mucho miedo, ¡incluso salvó a una princesa! Puedes leer sus cuentos aquí y aquí.